Análisis del Libro del Profeta
Ezequiel.
Nombre: Significa "Dios Fortalece".
Este libro, al igual que el de
Daniel y Apocalipsis, puede ser llamado un libro de misterio. Contiene
mucho lenguaje figurado que es difícil de interpretar. Sin embargo, muchas de
sus enseñanzas son claras y de gran valor.
Pensamiento Clave: "Yo soy
el Señor Soberano".
El profeta y su medio
En 2 R 24.8 leemos: «Joaquín tenía
dieciocho años cuando comenzó a reinar, y reinó en Jerusalén tres meses». Tan
brevísimo reinado terminó en el 597 a.C., cuando el rey Nabucodonosor penetró en
Jerusalén, la despojó de todas sus riquezas y deportó a Babilonia a gran parte
de sus habitantes: a Joaquín, rey de Judá, a los aristócratas, a los militares y
a los artesanos cualificados; a todos ellos junto con sus familias (cf. 2 R
24.8–17). Es muy probable que en aquel entonces, entre los componentes de
aquella primera deportación figurara también el sacerdote Ezequiel hijo de Buzi,
el cual fue a residir a orillas del río Quebar, entre sus compatriotas cautivos,
y a quien allí mismo llamó el Señor a ejercer el ministerio de la profecía (cf.
1.1–3).
Su vocación le llegó en medio de
una visión que cambió por completo su vida. A partir de aquel momento, Ezequiel
se convirtió en el portavoz de Dios cerca de los exiliados (3.10–11), actividad
que desempeñó por lo menos hasta el 571 a.C., año al que corresponde el último
de los datos cronológicos contenidos en el libro. En una época de grandes
convulsiones y cambios políticos como fue la suya, el profeta, desde la dura
realidad del momento que vivía (cf. 18.2, 31–32), miraba con tristeza la
historia de las infidelidades de Israel: «Se rebeló contra mí la casa de Israel
en el desierto» (20.13; caps. 16, 20 y 23). Sin embargo, veía con esperanza un
futuro de salvación: «Habitaréis en la tierra que di a vuestros padres y
vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios» (36.28; caps.
36–37).
En realidad, la situación del reino
de Judá, nunca del todo estabilizada después de los reinados de David y Salomón,
se fue haciendo cada vez más difícil, hasta que en el 586 a.C. sonó la hora del
desastre definitivo: Nabucodonosor destruyó a Judá, asedió, tomó y arrasó
Jerusalén, incendió el Templo y envió desterrado a Babilonia a lo más
representativo de la población que todavía quedaba en la ciudad (2 R
25.1–21).
Con el transcurso del tiempo,
muchos de los exiliados acabaron por acomodarse a su situación, porque en
Babilonia disfrutaban de una media libertad que les permitía formar familia,
trabajar, negociar, crear riqueza e incluso alcanzar cargos importantes. En
efecto, hubo igualmente muchos que acogiéndose al edicto del rey Ciro volvieron
a Palestina, a la Tierra prometida y a la añorada Jerusalén, la «ciudad de Dios»
(Sal 46.4).
El profeta Ezequiel fue sin duda
una de las personas que más contribuyeron a mantener vivo entre los judíos del
destierro el anhelo del retorno. Esas ansias de regreso eran necesarias para
emprender la reconstrucción de la ciudad y del Templo. Además, eran
indispensables para evitar que el pueblo llegara a perder su identidad nacional
a causa de la permanencia durante un tiempo excesivo en un lugar tan lleno de
atractivos como era entonces Babilonia, el más brillante centro político y
cultural del Medio Oriente (cf. Sal 137).
El libro y su mensaje
En la primera etapa de su
ministerio, antes que Jerusalén fuera destruida, como se indica en el libro de
Ezequiel (=Ez), el profeta ya había anunciado que la ruina de la ciudad
se acercaba irremisiblemente (9.8–10). La historia de las gentes de Israel era
por entero una sarta de infidelidades a Jehová, a quien una y otra vez habían
abandonado para rendir honores a ídolos de dioses extraños; pero la ciudad de
Jerusalén era donde se daba la mayor concentración de maldad (caps. 8–12), un
lugar lleno de crímenes que no podía dejar impune la justicia de Dios
(22).
Ezequiel quería dar vigor al
mensaje que predicaba, para hacerlo calar más hondo en el corazón de sus
oyentes, a menudo rebeldes y escépticos. Como poseía una voz hermosa (33.32),
los sorprendía a veces con extrañas dramatizaciones, con gestos simbólicos
(caps. 4–5) que los invitaban a preguntarle: «¿No nos enseñarás qué significan
para nosotros estas cosas que haces?» (24.19).
La caída de Jerusalén vino a
demostrar la autenticidad de las predicciones de Ezequiel (33.21–22). En
aquellos momentos, su prestigio alcanzó probablemente las cotas más elevadas en
la consideración de sus compatriotas exiliados. De forma especial, la misión del
profeta consistió entonces en hacer comprender a la gente las verdaderas causas
del desastre sufrido, y en prepararla para la obra de reedificación a la que
habrían de dedicarse los repatriados (36.16–19). Y no cabe duda de que su
ministerio contribuyó en gran medida a hacer precisamente del exilio en
Babilonia una de las épocas más fecundas de la historia del pueblo de Dios.
Ezequiel veía en el destierro babilónico una especie de regreso al éxodo de
Egipto, a aquel desierto que Israel hubo de atravesar antes de entrar en Canaán.
Y ahora, del destierro en Babilonia, había de salir, purificado, el nuevo pueblo
de Dios (20.34–38).
Los temas de la predicación de
Ezequiel en aquel período de su actividad encierran una gran riqueza doctrinal,
basada en la esperanza de la salvación que había de llegar. Él anuncia que el
pueblo disperso había de ser reunido de nuevo y conducido a la Tierra prometida
(34.13; 36.24). Como el pastor apacienta sus ovejas, así lo apacentará el Señor
y lo guiará a lugares de descanso: «"Yo apacentaré a mis ovejas y les daré
aprisco", dice Jehová, el Señor» (34.15). Particularmente significativo es el
lenguaje del profeta cuando se refiere a la transformación que el Señor ha de
realizar en el pueblo rescatado del exilio: «Esparciré sobre vosotros agua
limpia y seréis purificados... Os daré un corazón nuevo y pondré un espíritu
nuevo dentro de vosotros. Quitaré de vosotros el corazón de piedra y os daré un
corazón de carne. Pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en
mis estatutos y que guardéis mis preceptos y los pongáis por obra»
(36.25–27).
La predicación de Ezequiel en
cuanto se refiere primero al exilio y después a la restauración de Judá y
Jerusalén está contenida en las respectivas secciones de los caps. 4–24 y 33–39.
Entre ellas se intercala una serie de profecías dirigidas contra ciudades y
naciones paganas relacionadas con Israel (caps. 25–32); porque si bien en algún
momento Dios se sirvió de los paganos como instrumentos de su ira, la soberbia y
la crueldad con que se condujeron los hizo acreedores al castigo que habrían de
sufrir.
Se dice que en la persona de
Ezequiel conviven el profeta y el sacerdote, el hombre contemplativo y el de
acción, el poeta y el razonador, el anunciador de males y el heraldo de
salvación. Tal riqueza de personalidad se revela en su mensaje profético,
igualmente rico y complejo. En su condición de profeta, Ezequiel estaba
persuadido de haber sido llamado a ejercer de centinela sobre Israel en uno de
los períodos más críticos de la historia nacional: «... vino a mí palabra de
Jehová, diciendo: "Hijo de hombre, yo te he puesto por atalaya a la casa de
Israel"» (3.16–21; 33.1–9); al mismo tiempo, en su condición de sacerdote anhela
el retorno de la gloria de Jehová al templo de Jerusalén (43.1–5; cf. 10.18–22),
y revela un gran horror hacia cuanto significa impureza ritual (4.14) y una
extrema minuciosidad en la distinción entre lo sagrado y lo profano
(43.6–46.24).
Los capítulos finales (40–48)
contienen una visión del profeta referida a la situación del pueblo de Israel,
cuando en el futuro se reorganice como nación y vuelva a celebrarse el culto en
el Templo restaurado (40; 43.7, 18).
Esquema del contenido:
1. Vocación de Ezequiel
(1.1–3.27)
2. Profecías acerca de la caída de
Jerusalén (4.1–24.27)
3. Profecías contra las naciones
paganas (25.1–32.32)
4. La restauración de Israel
(33.1–39.29)
5. El nuevo Templo en la Jerusalén futura
(40.1–48.35)